En este boletín os recomendamos la lectura de "La Sierra", un cuento breve y emotivo sobre la insatisfacción corporal que experimentan muchos niños y niñas en su día a día. Publicado por Catorze.cat y escrito por Laia Asso, pediatra, miembro de la Sociedad Catalana de Pediatría y miembro de la Mesa de diálogo para la prevención de los trastornos de la conducta alimentaria.
Hay niñas que cada mañana arrastran cuerpos mastodónticos hacia la escuela. Algunas van con el estómago hecho una bolita en espera del primer insulto de la jornada. Van solas, a veces por parejas, y tienen por costumbre clavar los ojos en el suelo si no es que les toca cruzar la calle. A cada paso, se saben convenientemente juzgadas por habitar estas carnes que, según les han dicho, sólo pueden ser fruto de la pereza y la falta de control.
Ella se detiene en el semáforo. Unos ojos pequeños y surcados de arrugas la sentencian para siempre, sin piedad. Y, entonces, decide que hoy tampoco sacará el bocadillo que lleva en la mochila cuando sea la hora del patio. Acaso así se hará invisible durante un rato, hasta que el sonido de la sirena le permita volver a sentarse en aquella silla verde que se le clava en los muslos hasta dejarle un seco rosado.
Cuando llega a casa, deja caer la mochila de florecillas y se estira en su cama. Hace un vistazo en el espejo del armario pero es suficientemente rápida para esquivar su reflejo cuando intuye un bulto que no está dispuesta a aceptar. Y, mientras mira al techo, piensa que quizá no ha sido un mal día. Sólo la han insultado Rosalía de su clase y el Marco Ibáñez de quinto. Y la profesora de educación física no le ha preguntado si ya come verdura y ensalada delante de toda la clase y hoy, que ha tocado voley, no ha tropezado ni una sola vez. En las duchas ahora ya ha aprendido a quedarse la última y, cuando el resto suben, ella se pasa agua por encima y se viste de golpe mientras goteando. Tiene hambre. Pero ya no quiere más manzanas para merendar.
La madre aparca en doble fila y ella baja resoplando del coche justo delante del nuevo gimnasio. La muñeca de plástico de la entrada le hace una sonrisa torcida mientras la repasa. Ella quiere correr y se atasca con la bolsa en la barra giratoria que le da luz verde para entrar. Tras cambiarse ya está toda sudada. Evita todos los espejos del vestuario y sube las escaleras eternas para ir a la clase de baile. Dos señoras la saludan y le dicen bonita y ella suspira mientras se coloca en su rincón habitual. Donde nadie la mire, donde los espejos que todo lo ven no la puedan enseñar. La música le late en los oídos y por unos instantes olvida que tiene las dos rodillas a punto de claudicar. Bailando es mucho más ágil de lo que se imagina. Suda dos litros de tristeza, un litro de fracaso y cuatro gotitas de dignidad. Cuando sale fuera respira y con los ojos busca el coche azul de los padres que tiene una luz fundida en la parte delantera.
La voz de la madre anuncia que ya es oscuro y que todavía no sabe ni qué cenarán. No la mira ni una vez. Ella, que es la única por quien se dejaría mirar. Derrumbada en el asiento del coche, prueba de imaginarse dentro del cuerpo esbelto de Rosalía. Y también intenta adivinar su madre dentro del cuerpo de aquella señora tan elegante. Y las voz mientras cenan, Rosalía y su madre, comiendo hojas de lechuga y manzanas verdes, desplazándose ingrávidas por aquella casa tan bonita mientras no dejan de reír ni un instante. Ante el ascensor la madre la reojo y le señala las escaleras. Ella se entretiene en contar las baldosas que lo rodean y cruza los dedos de la mano derecha para seguir esperando.
A media de sientan a la mesa ambas. El padre hace rato que ha cenado mientras miraba la tele sentado en el sofá. En el plato: dos perritos calientes, una montaña de patatas y mil excusas. Porque ella ya sabe que si la madre debe acompañarla y recoger del gimnasio no tiene tiempo para nada y menos para ir a comprar. Y ahora sí quisiera la manzana, y una ensalada, e incluso se comería un corte de merluza sin rebozar. Pero si no se come lo que tiene por delante la madre se enfadará aún más y por la noche tendrá hambre y se tendrá que levantar buscar pan. Y mastica despacio al principio, pero luego se embala y ya no se puede detener. Sabe que la madre la mira, con aquella cara que ella no sabe si es de pena, de angustia o sólo es que está cansada de todo.
Se lava los dientes, escupe y finalmente sube la mirada. Esta vez no se ha acordado de escapar. Y piensa que si ella acabara el cuello sería una niña bonita o que, al menos, casi sería una niña normal. Y que, si no tuviera cuerpo, a la clase atrevería a hablar en voz alta. Y que la madre estaría contenta y, de vez en cuando, seguro que la quisiera mirar. Y que, si sólo fuera una cabeza, incluso el padre se sentaría en la mesa a cenar con ellas algún día. Y que Rosalía ya no debería insultar tanto. Y se acuesta y se imagina una sierra. Una sierra enorme para salvarla de sus pecados.